El fin de un mundo: crisis del liberalismo y desconcierto de Occidente

El fin de un mundo: crisis del liberalismo y desconcierto de Occidente  

Por Paolo Falconio  

Miembro del Consejo Rector de Honor y profesor en la Sociedad de Estudios Internacionales (SEI)


La disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en 1991 marcó un punto de inflexión histórico en la era contemporánea. El fin de la confrontación bipolar entre Estados Unidos y la URSS, que había estructurado la política mundial durante más de cuarenta años, fue interpretado en Occidente como la victoria definitiva del modelo liberal y capitalista. En ese contexto, autores como Francis Fukuyama (1992) llegaron incluso a plantear “el fin de la historia”, es decir, el inicio de una fase de estabilidad ideológica basada en la democracia liberal y la economía de mercado.

Sin embargo, la evolución geopolítica y económica posterior demostró que tal interpretación era excesivamente optimista. Lejos de consolidarse, Occidente ha experimentado desde los años noventa una progresiva pérdida de sus principios fundacionales: la libertad, el equilibrio de poderes, la justicia social. Este ensayo pretende analizar cómo la superposición artificial entre liberalismo y capitalismo ha conducido a una crisis moral, política e identitaria en Occidente, hasta poner en entredicho la solidez misma de sus instituciones democráticas.

El fin de la Guerra Fría implicó no solo el colapso de la URSS, sino también la disgregación del modelo alternativo de economía planificada. Occidente, liderado por Estados Unidos, pudo entonces afirmar la supremacía del sistema capitalista y de los principios de mercado. Sin embargo, esta afirmación generó un fenómeno paradójico: el liberalismo político, concebido originalmente como doctrina de la libertad y de la limitación del poder, fue progresivamente absorbido por el capitalismo económico, dominado por la lógica de acumulación y concentración de riqueza.

Ya Alexis de Tocqueville (1835–1840), en su estudio sobre la democracia americana, había señalado que la formación de grandes concentraciones económicas era incompatible con el espíritu de la libertad. De forma similar, Polanyi (1944) observaba que un mercado completamente autorregulado tiende inevitablemente a destruir las bases sociales que permiten su existencia, generando inestabilidad y desigualdades.

Durante la Guerra Fría, la presencia de un “enemigo ideológico” externo obligó a las democracias occidentales a imponer una autolimitación del capitalismo, traducida en Estado de bienestar, derechos sociales y sistemas redistributivos (Esping-Andersen, 1990). Al desaparecer ese equilibrio, el capitalismo se transformó de modelo productivo en sistema totalizante, donde la dimensión económica prevalece sobre la política y la cultural.

El proceso de globalización económica y financiera, acelerado en los años noventa, representó la fase en la que el capitalismo liberado de vínculos nacionales se expandió a escala planetaria. Según Hobsbawm (1994), este paso marcó el fin del “siglo corto” y el inicio de una nueva era dominada por el capital transnacional.

Las grandes empresas multinacionales, impulsadas por la búsqueda de menores costes de producción, deslocalizaron sus actividades hacia Asia, transfiriendo no solo la producción industrial sino también una parte significativa de la riqueza mundial. Este proceso, como ha demostrado Piketty (2014), ha provocado un aumento exponencial de la desigualdad económica y un debilitamiento de la clase media, pilar de las democracias occidentales.

El crecimiento de China representa un caso emblemático. Ha demostrado que desarrollo económico y democracia no están necesariamente correlacionados: un régimen autoritario puede garantizar eficiencia y planificación estratégica a largo plazo más que las democracias parlamentarias, a menudo limitadas por la fragmentación decisional y los breves ciclos electorales. Occidente, en su afán por maximizar el beneficio, ha deslocalizado no solo la producción, sino también su centralidad histórica y política, entregando a otros actores el control de las nuevas cadenas globales de valor.

Las consecuencias internas de esta transformación han sido profundas. El empobrecimiento de las clases trabajadoras y medias ha generado un sentimiento generalizado de inseguridad económica y cultural, alimentando formas de soberanismo y protesta antisistema. Como observa Bauman (2000), la “modernidad líquida” disuelve los vínculos sociales y priva a los individuos de referentes estables, favoreciendo reacciones de cierre identitario.

Fenómenos como el ascenso de Donald Trump en Estados Unidos, de Marine Le Pen en Francia, o de los movimientos nacionalistas en Alemania y Reino Unido, representan expresiones de esta crisis sistémica. La política, vaciada de su papel de mediación y subordinada a las finanzas globales, ha perdido legitimidad y capacidad de acción (Streeck, 2014). En consecuencia, el ciudadano tiende a percibir al Estado como impotente y a la democracia como ineficaz, abriendo paso a nuevas formas de autoritarismo electivo.

Occidente, aunque ganó la guerra ideológica del siglo XX, ha perdido la batalla por su alma. La libertad se ha reducido a libertad de consumo, la democracia a mera procedimiento, la política a instrumento técnico de gestión económica. Robespierre advertía que “si a la aristocracia de nacimiento se sustituyera la del dinero, esta última sería mucho peor que la primera”: tal profecía parece hoy plenamente realizada.

Lo que emerge es una crisis moral y cultural, más aún que económica. La globalización, lejos de ser un destino inevitable, se ha revelado como un proceso histórico construido por decisiones políticas y financieras tomadas por dirigentes poco previsores y carentes de herramientas culturales básicas. Occidente aún puede revertir esta trayectoria solo redescubriendo los fundamentos del liberalismo ético, aquel que reconoce la economía como medio y no como fin. Es decir, volver a su verdadera matriz histórica que pone en el centro la dignidad, el bienestar social y la libertad del ser humano, no la lógica del beneficio. No hacerlo significa abrir la puerta a fantasmas que creíamos del pasado, pero cuyas cenizas nunca han dejado de arder en el subsuelo europeo. Por desgracia, en lugar de repensar nuestro modelo, parece que se buscan atajos en una lógica de conservación miope, utilizando viejas tácticas como crear enemigos externos y difundir temores de escalada de los conflictos en curso. Todo esto, sin embargo, no detendrá la marea, porque los diques ya han cedido.

“El fin de un mundo” no coincide con el fin de la civilización occidental, sino con el fin de una de sus ilusiones: la de poder fusionar liberalismo y capitalismo en un único sistema coherente. La experiencia histórica de los últimos treinta años demuestra que la libertad política y la justicia social no pueden sobrevivir en un contexto dominado por una economía desregulada y unas finanzas apátridas.

Solo a través de una renovada reflexión sobre los valores del liberalismo clásico —la responsabilidad individual, la participación cívica, la limitación del poder, las garantías sociales y el respeto por las identidades y tradiciones de los pueblos— será posible restablecer un equilibrio entre economía y política. En ausencia de tal recomposición, Occidente corre el riesgo de transformar su victoria histórica en una derrota irreversible, no solo en el plano económico, sino también en el moral y cultural.

Bibliografia

Bauman, Z. (2000). Liquid Modernity. Cambridge: Polity Press.

Esping-Andersen, G. (1990). The Three Worlds of Welfare Capitalism. Princeton: Princeton University Press.

Fukuyama, F. (1992). The End of History and the Last Man. New York: Free Press.

Hobsbawm, E. (1994). The Age of Extremes: The Short Twentieth Century, 1914–1991. London: Michael Joseph.

Piketty, T. (2014). Capital in the Twenty-First Century. Cambridge, MA: Harvard University Press.

Polanyi, K. (1944). The Great Transformation: The Political and Economic Origins of Our Time. New York: Rinehart.

Streeck, W. (2014). Buying Time: The Delayed Crisis of Democratic Capitalism. London: Verso.

Tocqueville, A. de. (1835–1840). De la démocratie en Amérique. Paris: Gosselin.


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