La Señoría Tecnocrática
La Señoría Tecnocrática
Por Paolo Falconio
Miembro del Consejo Rector de Honor y profesor en la Sociedad de Estudios Internacionales (SEI)
Miembro del cuerpo docente de SEI en los programas de máster de la Universidad Ferdinando III, con responsabilidad específica en el ámbito del estudio de los Sistemas Políticos Comparados.
El concepto de Señoría Tecnocrática puede entenderse como una forma de dominio en la que la legitimidad del poder no se basa en el consenso democrático ni en la tradición, sino en una mezcla entre la autoridad del saber técnico-científico y la propiedad de los espacios públicos convertidos en virtuales. Este paradigma hunde sus raíces en la historia del pensamiento político, pero adquiere características peculiares en la época contemporánea, marcada por la centralidad de las infraestructuras digitales y la gobernanza algorítmica.
En el plano teórico, la raíz platónica es evidente. En la República, Platón afirma que solo los filósofos, conocedores del Bien, son dignos de gobernar (Platón, República, VI, 484°–487°). La Señoría Tecnocrática retoma esta estructura, sustituyendo sin embargo la filosofía por la ciencia aplicada, donde la inteligencia artificial representa el arquetipo de la superación de la falibilidad humana: la autoridad política se legitima a través de la presunta garantía de racionalidad y justicia. Esta lógica, sin embargo, excluye a la ciudadanía y potencialmente al ser humano del proceso deliberativo, y reduce la política a un saber reservado a una élite epistémica. En resumen, si el filósofo platónico era garante del Bien, el técnico contemporáneo es garante de la eficiencia. Pero mientras Platón imaginaba un saber orientado a la justicia, la tecnocracia actual parece orientada a la funcionalidad, al rendimiento, a la previsión. La IA se convierte en el nuevo “filósofo-rey”, pero sin ética: un decisor impersonal, que promete imparcialidad pero corre el riesgo de excluir la dimensión humana del conflicto, de la duda, de la deliberación.
Max Weber, en su análisis de la burocracia, identificaba en la racionalidad formal el rasgo constitutivo del poder moderno (Economía y sociedad, 1922). Sin embargo, ya en esta forma, la eficiencia administrativa producía lo que Weber definió como la stahlhartes Gehäuse, la “jaula de acero”, en la que el individuo queda atrapado. La tecnocracia se configura como una radicalización de esta lógica: la nueva jaula de acero es sustituida por una red invisible de protocolos y algoritmos. Ya no es el funcionario quien decide, sino el sistema que lo precede y lo guía, en un contexto donde el poder decisional ya no se forma en los parlamentos.
Habermas ofrece una crítica adicional. En la Teoría de la acción comunicativa (1981) y en Hechos y normas (1992), subraya cómo la legitimidad democrática deriva de procesos de deliberación pública, fundados en la comunicación orientada al entendimiento. Donde el poder técnico-administrativo invade la esfera pública, se produce lo que Habermas llama la “colonización del mundo de la vida”: la lógica instrumental sustituye la discusión racional, reduciendo la ciudadanía a mera usuaria pasiva.
La particularidad de la Señoría Tecnocrática contemporánea es que el decisor ya no coincide con el actor político institucional, sino con el gestor de la plataforma digital y con los aparatos del Estado que, precisamente por la complejidad de la construcción democrática estatal (pluralidad de órganos y división de poderes), corren el riesgo de sucumbir frente a poderes muy centralizados típicos del modelo privatista. Es el propietario o administrador de la infraestructura quien establece las condiciones mismas del debate público, gobernando tanto el consenso como el disenso.
El consenso se gestiona mediante algoritmos de recomendación y sistemas de perfilado que orientan previamente opiniones y comportamientos, produciendo una forma de adhesión que no nace del enfrentamiento, sino de la modulación invisible de la visibilidad informativa. El disenso, a su vez, no se reprime necesariamente, sino que se neutraliza: degradado en los rankings algorítmicos, vuelto invisible, marginado o recodificado como no fiable. Puede incluso vehicularse en formas de protesta violenta e incluso con carácter revolucionario. No se asiste, por tanto, a una censura directa, sino a un gobierno de la visibilidad, en el que lo que puede circular en el espacio público depende de lógicas opacas de filtrado y selección.
De este modo, la Señoría Tecnocrática no se limita a sustituir la deliberación política por la autoridad técnica derivada de la propiedad, sino que redefine los propios límites de lo decible y lo pensable. Realiza un poder “meta-político” (pensemos en la gestión de la pandemia por parte de las plataformas digitales, o en los casos de shadow banning): no decide solo qué es verdadero o útil, sino también qué opiniones pueden emerger en el espacio público y cuáles deben ser confinadas a los márgenes. Se trata, en otros términos, de una forma de soberanía que puede ser tanto “suave” como “violenta”, porque es invasiva y más radical que el Leviatán hobbesiano: se impone mediante la modulación de los flujos informativos.
En conclusión, la Señoría Tecnocrática representa un desafío radical para la democracia contemporánea. La competencia técnica constituye sin duda una condición necesaria para afrontar los problemas complejos de las sociedades globales, pero no puede sustituir el principio de legitimación derivado del enfrentamiento deliberativo y pluralista. Sin embargo, la política cede el paso a las nuevas Señorías y transforma a los ciudadanos en súbditos digitales, donde las plazas son sustituidas por redes sociales y foros, donde el pensamiento no solo se confía al algoritmo, sino a un algoritmo que puede ser manipulado en un contexto opaco para influir en el consenso o el disenso mediante un pensamiento hecho visible y otro entregado al olvido por haber sido filtrado desde el origen. Todo esto plantea un problema para la democracia, porque los espacios de participación son ya virtuales y la insatisfacción puede ser oportunamente canalizada hacia cuestiones distintas. Evidentemente, el límite de la realidad no puede ignorarse indefinidamente, pero la explosión del disenso, si es inevitable, será siempre gobernada por los nuevos Señores (la pluralidad del ecosistema digital) que permanecen de hecho como decisores ocultos. El fenómeno ya está en marcha con un riesgo adicional. Estos Nuevos Señores están representados por el Tecno-Capitalismo y podrían estar más interesados en el beneficio que en la legitimidad del proceso decisional o en su salvaguarda. En este vacío podría insertarse cada vez más una delegación implícita a la inteligencia artificial, considerada más imparcial y menos falible en la interpretación de las demandas sociales. Un escenario este último, de pesadilla, porque el hombre y la sociedad serían definidos por el parámetro de lo que funciona. Pero la IA, por muy sofisticada que sea, al menos por ahora, no puede sustituir a la política, porque no puede decidir qué es justo. Así se realiza un nuevo filtro respecto al decisor. En resumen, el riesgo de la Señoría Tecnocrática es que la política pierda su función deliberativa y se transforme en un mero espacio gestionado por poderes privados y públicos (los aparatos), con la ilusión de una neutralidad algorítmica.
Más allá de los escenarios más inquietantes, la cuestión fundamental sigue siendo la planteada desde la antigüedad: ¿quién decide qué es justo? ¿Y quién es el decisor en un mundo donde el consenso se forma a través del filtro de los flujos informativos?
La IA y el Capitalismo digital son un futuro ineludible y traen consigo también progreso, por ejemplo social, mediante mejores servicios, pero son fenómenos tan invasivos que deben insertarse en una lógica de equilibrio de poder y mecanismos de vigilancia estatales, que hoy son, sin embargo, inadecuados, precisamente porque la política tiene dificultades para comprender el fenómeno, sobre todo por el retraso del panorama digital europeo, que se encuentra desnudo frente a un horizonte tecnológico dividido entre China y Estados Unidos (basta pensar en el caso de TikTok). Aquí se juega el desafío del futuro: no rechazar el progreso, sino gobernarlo para evitar que se convierta en una pesadilla tecnocrática, donde los espacios democráticos se alteran y el hombre se reduce a parámetro de eficiencia.
Esta reflexión podría parecer una pura especulación filosófica, pero es mucho más, porque podría representar una transformación de la legitimidad del poder. No intervenir con correctivos, quizás por puro oportunismo político, podría revelarse como un error fatal, porque estas transformaciones nunca son indoloras y pueden producir agregaciones resistentes en potencia cada vez más radicales hasta desembocar en fenómenos de verdadero terrorismo ideológicamente motivado.
Paolo Falconio
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